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Martina Martínez Tuya 

 

La hora del profesor (I)

  (Artículo publicado en Granada Digital, Plaza Nueva)

11/02/2005

 

         Es preciso dejar de llorar por un pasado educativo que muchas veces ni siquiera fue como se recuerda. Es preciso pensar en qué hacer para que las cosas no sigan como están, para que no empeoren, -porque pueden empeorar-.

Es necesario abandonar de una vez por todas las falsas esperanzas, las afirmaciones obstinadas en las que son siempre otros los que tienen que empezar a cambiar.

No es momento para creer que el desastre de la escuela, del instituto será algo que empeore hasta que, como en los cuentos, un hada mágica salve a los buenos y castigue a los malos.

Es increíble, pero resulta cierto que en esta sociedad científico-tecnológica muchos siguen confiando las soluciones a las fórmulas mágicas. La escuela siempre ha sido, aunque no debiera, un reflejo de la sociedad. No es anecdótico el auge de toda clase de adivinos, de chamanes, de gentes que se ganan la vida haciendo creer a otros muchos que no tendrán que hacer nada por la suya, que no necesitarán esforzarse por mejorarla, por encontrar una salida por precaria que sea. Ellos son la prueba de que muchos siguen creyendo en el Destino, en la Suerte, en el Azar, en las grandes catarsis, en un mundo lleno de supersticiones que creíamos felizmente barrido por la Ilustración.

Están los que llaman a la echadora de cartas, los que consultan a un gurú cualquiera, pero están esos otros que no comparten teóricamente esas esperanzas, pero que en la práctica, en su vida práctica, en su vida profesional no saben ya qué disculpa poner, a quién exigir, a quien pedir que se resuelvan sus problemas. Confían, siguen confiando en que todo está ya decidido, en que nada puede cambiar, en que el desastre, por más que fuera algo anunciado, – muchos de ellos se negaban incluso a creer que fuera posible -, es irremediable. Se aferran a un cambio futurible que tendría, según ellos, que ser radical y a cuyo análisis en la realidad se niegan.

Están, y no son pocos, los especialistas, los teóricos que insisten en la defensa de todo lo que ha fracasado, o en aquello que nunca se puso en práctica, aunque tuvieran incluso rango de ley, y que, ellos también, se niegan a analizar en términos de realidad.

Que ningún docente espere una gran ayuda de todos esos que creen en que su autoestima es independiente de sus posibilidades de manejar sus clases, de reconducir su trabajo, de entrar en una relación aceptable con los alumnos en su rol de profesor. Lo de pretender salvarse con el rol de “colega” ya se ha visto lo que da de sí.

Ha llegado el momento de, con independencia de los políticos – sería demasiado atribuirles el poder de mejorar sustancialmente la tan deteriorada enseñanza -, con independencia de instar a la Administración a que asuma su responsabilidad en el desastre, cada uno reconsidere la situación y abandone las falsas esperanzas.

¿Cree algún docente que los alumnos van a llegar a su aula mejor educados, sabiendo más, más maduros, más… esto o aquello en términos positivos, así, sin más, de un día para otro?

Puede que alguien tenga la suerte de cambiarse a un centro menos malo, de encontrar un grupo particularmente viable, pero esa será la excepción, la maravillosa excepción que no se repetirá con frecuencia.

¿Cree algún docente que es viable, por razones económicas, de distribución de la ciudad en barrios estancos con marcadas diferencias socioecómicas, por la dispersión de la población en pequeños y no tan pequeños municipios, por toda la demagogia que se viene haciendo desde hace años que una selección académica de los alumnos - rigurosa y explícita - es posible?

¿No teme que si se intenta los resultados del informe PISA serían gloriosos comparados con lo que esa selección descubriría? ¿Cuánto tiempo cree que puede durar la inocencia de los profesores en este asunto?

¿Qué se iba a hacer y quién se ocuparía de los alumnos que no fueran la elite “intelectual”?

Nadie debe dejarse engañar por los miles de libros vendidos en los que se habla de la enseñanza y sus problemas sin tocar para nada el tema profesores. Quien escribe uno de esos libros sabe que serán ellos los que los compren, los que acudan a sus conferencias, los que hagan que le contraten para cursos, masters y cursillos. Quien escribe esos libros sabe que todos podrán ser encontrados en falta menos los profesores.

Con motivo del tan comentado informe en el que quedamos muy mal he leído multitud de artículos, he oído muchos comentarios. Artículos de primeros espadas del periodismo que habitualmente están bien informados. Esta vez no. Esta vez sus artículos estaban llenos de falsedades, de ignorancias sobre la ley vigente, sobre la enseñanza en general, sobre la realidad del día a día de las clases. No me pareció eso lo más grave. Lo más grave es que resultaban una cantinela de lamentos o de quejas, o de denuncias de situaciones que no llevaban a un análisis de la realidad, ni la legal, ni tampoco la de la docencia práctica.

Lo peor de todo es que sus artículos repetían los lugares comunes que son moneda corriente en las salas de profesores, en los claustros, en las tertulias. No hay peor situación que la que se ignora, la que es suplantada por los tópicos que se repiten para silenciarla, para eludirla, para que no tenga nada que ver con la realidad.

La enseñanza está muy mal pero no va a mejorar ni poco ni mucho- más bien irá a peor – sin un mínimo de valentía para explorarla sin analgésicos, con el paciente bien despierto.

El paciente será, por supuesto, el profesor. Será él, porque él es el único que puede hacer algo para mejorar la situación. Él es el único que tiene un poder real en las aulas, sobre los alumnos, sobre las familias que, se quiera o no, - y aunque se haya abusado de la palabra participación  para echarlas de la escuela sin que se dieran demasiada cuenta–, son parte del aula, son parte de los alumnos y están en cada uno de ellos.

El profesor es el único que tiene poder sobre la Administración. Su poder no está en suplantarla, sino en exigirle que sea coherente con lo que ordena, con lo que legisla. Exigirlo hasta sus últimas consecuencias y hasta los pequeños detalles. Para exigir en el marco de la ley hay que cumplirla. Para cumplirla hay que conocerla. Lo primero será siempre acercarse a ella sin los prejuicios del “se ha hecho siempre así”, en el centro del que yo vengo se hacía…”, “hagas lo que hagas no te hacen caso”, “ de todas formas da igual”, “yo por escrito nada”, “ el director dice, o manda” “el libro…”, “los padres, ¡oh! los padres…”.  Tantos  y tantos que han acabado convirtiendo los centros en lugares inseguros, incongruentes, cercenadores de cualquier dignidad personal o profesional.

Decía Montesquieu  que lo malo de los prejuicios no es que se ignoren ciertas cosas, sino que por ellos uno se ignora a sí mismo. Los prejuicios al uso hacen que el profesor ignore lo más importante: Cuáles son sus posibilidades y cuáles son sus límites.

Posibilidades y límites concretan cualquier realidad. Conocerlos es tener alguna posibilidad de vivir en ella. Desconocerlos es vivir para huir de la propia vida.

 

 

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