DESTINO: Fuente el Saz de
Jarama (IV) La escuela
Tomamos café en un salón,
en el salón de la casa del Sr. Alcalde. No puedo decir que allí, entre
aquellos muebles nuevos, demasiado nuevos para una casa antigua,
demasiado impecables para creer que se utilizaban realmente, hiciera
calor. Era un salón " para recibir", pero en aquella casa recibían más
bien poco. No nos detuvimos. El Alcalde me confió al alguacil, un hombre
ya mayor, menudo, amable, yo diría que cariñoso en ese respeto muy a la
antigua para con la señorita de los párvulos. Él me llevaría a mi
escuela, que no estaba donde las otras dos clases, sino en el otro
extremo del pueblo. Él se encargaría de encenderme la estufa de carbón
antes de la hora de clase. Yo sólo tendría que ocuparme de que no se
apagara.
Una clase nueva, dando a
un patio casi cuadrado por donde se entraba, encontrando el aula y los
servicios a la derecha y la casa de la maestra, que tenía la puerta
principal a la calle, a la izquierda. La calle estaba en cuesta y aquel
patio quedaba bajo con respecto a las casas que tenía al otro lado. Una
línea de sombra, muy a la umbría, dividía el patio. No había sol. La
mañana seguía amenazando nieve, pero el suelo marcaba en musgo las dos
zonas del recreo. Los niños sólo tendrían la mitad para poder jugar. Yo
podría sentarme al sol sobre la paredilla que desde el patio tenía medio
metro de altura, pero que desde la calle sobresalía más de un metro.
La clase estaba abierta
al sol de la mañana. Una clase como tantas otras, con grandes
ventanales, su estufa en el centro, el mobiliario nuevo, la pizarra sin
una huella. Nada en las paredes. Yo allí, en mi primer destino como
Maestra Nacional. Yo, allí, en una clase que pensé que nunca vería llena
de niños y en la que, sin embargo, tendría que quedarme dos, tres
semanas, quizá algo más. Dos servicios: uno para los niños, como de
juguete, y otro que compartiríamos el carbón y yo. La casa, nueva, como
todas las que se construían en esa época. Aquello no era una casa, era
una cámara frigorífica. Daba a la calle y a un pasillo estrecho cubierto
de musgo. Allí tenía la puerta de la cocina, por allí podría salir la
maestra que la habitase directamente al patio de la escuela. Allí
tendería su ropa. Allí se podría quedar congelada si se quedaba un
ratito. Me quedé con una llave de la escuela, pero no quise coger la de
la casa. El alguacil iría al día siguiente a encender la estufa y se
ocuparía de que todas las madres supieran que podían llevar a sus hijos
a la escuela. Quizá ya lo sabía el pueblo entero.
Me indicó dónde daban
clase mis compañeros y subí aquella calle ligeramente empinada con un
aire que traía la nieve, que me iba dejando congelada del todo. No quise
acercarme a las escuelas, temía empezar a tiritar de un momento a otro.
Temía coger frío y quedarme afónica y empezar peor que mal. Decidí
regresar a la casa de la Sra. Erundina. Decidí cambiarme de ropa y de
calzado. Decidí que no estaba dispuesta a seguir pasando frío. Aquel no
era mi primer destino como profesora. Había trabajado en un internado en
Suiza, en los Alpes. Tenía ropa de abrigo. La había llevado conmigo, por
si acaso. Sabía cómo era el frío de las llanuras que tienen la sierra al
norte. Sabía cómo son las noches en esos pueblos, cómo hiela la mañana
hasta que empieza a calentar el sol, si es que sale y el viento le deja
templar un poco las horas centrales del día. Sabía que las camas
parecen húmedas cuando te acuestas y pasas la noche intentando secarlas
y calentarte. Mis pies podían estar yertos, doliendo de frío durante el
día y no calentarse ni en la cama. Llevaba aquella ropa más para por la
noche que pensando en ponérmela por el día. Había trabajado también en
Italia, en Turín, y sabía mucho sobre ese frío pasmado de la niebla,
sobre los días, las semanas que desconocen lo que es un rayo de sol.
Llevaba en la maleta un anorak blanco, un jersey de pura lana con
dibujos en blanco, rojo y negro. Unos pantalones ajustados de tejido
elástico que se usan para esquiar y que se meten en las botas cortas que
habían pisado durante meses la nieve que cubría el suelo. Un gorro de
lana completaba aquel atuendo. Un gorro para evitar el dolor de cabeza
que da la niebla fría que aprieta las sienes y hace que la cabeza duela
sin un momento de respiro.
Encontré sin problemas la
casa. Encontré el calor que buscaba junto a la lumbre, una cocina de
esas que llamaban económicas con placas de hierro y construcción de
ladrillo revestido de azulejos blancos. Aquella cocina, en una
habitación en el centro de la casa, una habitación que estaba en el paso
y que no tenía ventanas, era abrigada y estaba caliente. Otro café: un
café ligero que desde muy temprano se había mantenido allí donde no
podía hervir, allí donde podía estar horas sin calentarse más y sin
enfriarse.
El frío, el madrugón, el
encuentro caliente en aquella cocina y los cafés me llevaron a preguntar
por el cuarto de baño. No dije el cuarto de baño, no era tan ingenua.
Debí decir el vater, o el servicio, algo así.
Me acompañó la hija.
Dejamos la cocina caliente para entrar en una especie de zaguán que no
tenía más que un palanganero. A la derecha había una puerta, la puerta
de mi habitación, de esa habitación que yo aún no había visto. Salimos
al corral. Un corral muy pequeño donde hacía un frío horrible. Un corral
en la umbría con un suelo de piedras echadas, irregulares y con
charquitos helados. Una puerta a la derecha. ¿ Un servicio hecho en el
patio, quizá? No, no era un servicio, sino una cuadra. Una cuadra
minúscula con paja en el suelo, palos para las gallinas en un lado, para
esas gallinas, pocas, que pasaban la mañana haciendo que encontraban
algo entre las piedras del patio. Un pesebre, un comedero de quién:
alto, en alto, como para una caballería. Mi acompañante había cerrado la
puerta y yo pensaba en el servicio de mi escuela. La evidencia estaba
allí, allí en el suelo. Aquel lugar tendría que ser compartido por los
humanos, las gallinas y desde luego un burro, mula o caballo que
ocuparía casi todo el espacio. Un burro, mula o caballo que estaría en
el campo, pero que por la noche, en aquella cuadra sin luz, sería un
verdadero peligro.
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