Martina Martínez Tuya 

 

DESTINO: Fuente el Saz de Jarama (II)

Llegada

 

¡Fuente el Saz!  - La voz potente del cobrador nos avisaba -. Avisaba cada vez que el coche iba a parar en un pueblo o cerca de un pueblo. Nosotros, los viajeros, no sabíamos dónde estábamos. Yo, porque era mi primer viaje, los demás, porque metidos en aquella urna de cristales esmerilados por las agujas de hielo sólo acertaban a saber que ya había amanecido, que fuera todo era luz blanca, que quizá nevaba suavemente o que iba a empezar a hacerlo de un momento a otro.

Bajamos muy cerca de las primeras casas del pueblo, junto al pueblo en realidad. Caía aguanieve. No hacía viento, pero cada uno de aquellos diminutos copos, cada gota mínima de agua llegaba a la cara con la pretensión de penetrarla, de dejar una huella fría que duraba mucho más de lo que cabía esperar. El cobrador me entregó el equipaje: una maleta pequeña, con lo mínimo por si tenía que hacer noche, y me quedé junto a las primeras casas sola, despidiendo la nube de humo que se llevaba el autocar hacía otro pueblo perdido en aquella mañana blanca de frío y de aguanieve.

No fue difícil encontrar la calle principal, ni la plaza, que en realidad no era una plaza. La primera mujer que me vio me reconoció al momento: ¿La señorita, verdad? Sí. Yo era la señorita, prueba inequívoca de que atendería a los párvulos, de que era joven. Me acompañó hasta el Ayuntamiento. No me preguntaba nada, daba por hechas las preguntas y daba ella misma las respuestas... Abriría la escuela de los pequeños, que aún no habían ido a clase ni un día desde septiembre, y estábamos a finales de enero. Me alojaría en casa de la tía Irunda, que ya había alojado a otras personas desde hacía tiempo. El alcalde no me dejaría marchar, como habían hecho las otras maestras, porque se lo había prometido a las madres. Estaría bien allí. Ellos, las gentes de Fuente el Saz, eran muy buena gente y ya tendría tiempo de comprobarlo.

 Yo la miraba asombrada y temerosa de que todo lo que aquella mujer decía fuera realmente así. No me quedaría en el pueblo, pero ya tenía claro que no podría irme hasta que no llegara mi excedencia. Estaba claro también que el alcalde haría lo posible por retener la concesión de la misma, por no darme facilidades. Era mi primer alcalde y ya veía venir que la entrevista con él no sería de las más felices. La casa de la tía Irunda no me preocupaba, pero aquel nombre que me sonaba a reina visigoda como Recesvinda, Gosbisda, era, al decir de mi acompañante, mi única alternativa a tener que vivir en mi propia casa, vacía, helada, o a dormir furtivamente en la clase arropada con una manta junto a la estufa moribunda al anochecer y muerta de madrugada.

 La noche de hielo, la mañana de aguanieve habían dejado las calles duras, las rodadas como recién hechas; pero en aquellas calles había unas piedras en los cruces que hablaban de barros imposibles, de correntías que se salvaban saltando de un poyo a otro. Casas bajas, de ventanas pequeñas, de puertas cerradas por el día de frío. Mi acompañante me daba toda clase de noticias. - Este es el bar, aquí vive el maestro, un chico joven como Ud. Muy simpático; se harán buenos amigos; podían casarse y quedarse en el pueblo. Eso estaría bien, muy bien. Tiene muchas permanencias y gana un buen dinero. Su casa está junto a la de la maestra y esas casas están muy soleadas y en las escuelas. Efectivamente, aquello era un bar en una casa nueva con dos plantas y según mi acompañante varias habitaciones alquiladas a los albañiles. Una casa nueva pero de mala construcción, de ventanas que parecían no resguardar del frío, de muros más paredes que muros.  Ud. estará mejor en casa de la tía Irunda. Aquí con los hombres no estaría bien... ¡ Un café!  Yo quería un café. Yo necesitaba un café, pero no me atreví a decir que quería entrar en aquel bar velado por el vaho de los cristales. Mientras caminábamos mi acompañante hacía las presentaciones: me presentaba, en realidad, a todo aquel que iba por la calle, que encontrábamos en la calle o que no tenía ninguna intención de ir por nuestra calle pero se había dejado ver en una puerta o en una esquina.  Es la señorita, decía. Mañana abrirá la escuela. Había respuestas de todo tipo, ofrecimientos genéricos y un poco menos. Yo estaba deseando llegar al Ayuntamiento.

 La Iglesia se veía a la izquierda después del cruce de la calle. Aquel ensanche era la plaza y en la plaza el Ayuntamiento y allí, en aquel Ayuntamiento, un alcalde que no me recibiría precisamente bien en cuanto que le dijera que me iba, que me quería ir cuanto antes, que había llegado hasta allí, en aquella mañana de aguanieve, para que me firmara los papeles y poder marcharme. Mi acompañante se despidió ofreciéndose para lo que me hiciera falta, y en sus palabras quedaba la certeza de que el alcalde tendría el poder de retenerme y el pueblo y sus gentes el de seducirme.

 

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