DESTINO: Fuente el Saz de
Jarama (II) Llegada
¡Fuente
el Saz! - La voz potente del cobrador nos avisaba -. Avisaba cada vez
que el coche iba a parar en un pueblo o cerca de un pueblo. Nosotros,
los viajeros, no sabíamos dónde estábamos. Yo, porque era mi primer
viaje, los demás, porque metidos en aquella urna de cristales
esmerilados por las agujas de hielo sólo acertaban a saber que ya había
amanecido, que fuera todo era luz blanca, que quizá nevaba suavemente o
que iba a empezar a hacerlo de un momento a otro.
Bajamos muy cerca de las
primeras casas del pueblo, junto al pueblo en realidad. Caía aguanieve.
No hacía viento, pero cada uno de aquellos diminutos copos, cada gota
mínima de agua llegaba a la cara con la pretensión de penetrarla, de
dejar una huella fría que duraba mucho más de lo que cabía esperar. El
cobrador me entregó el equipaje: una maleta pequeña, con lo mínimo por
si tenía que hacer noche, y me quedé junto a las primeras casas sola,
despidiendo la nube de humo que se llevaba el autocar hacía otro pueblo
perdido en aquella mañana blanca de frío y de aguanieve.
No fue difícil encontrar
la calle principal, ni la plaza, que en realidad no era una plaza. La
primera mujer que me vio me reconoció al momento: ¿La señorita, verdad?
Sí. Yo era la señorita, prueba inequívoca de que atendería a los
párvulos, de que era joven. Me acompañó hasta el Ayuntamiento. No me
preguntaba nada, daba por hechas las preguntas y daba ella misma las
respuestas... Abriría la escuela de los pequeños, que aún no habían ido
a clase ni un día desde septiembre, y estábamos a finales de enero. Me
alojaría en casa de la tía Irunda, que ya había alojado a otras personas
desde hacía tiempo. El alcalde no me dejaría marchar, como habían hecho
las otras maestras, porque se lo había prometido a las madres. Estaría
bien allí. Ellos, las gentes de Fuente el Saz, eran muy buena gente y ya
tendría tiempo de comprobarlo.
Yo la miraba asombrada y
temerosa de que todo lo que aquella mujer decía fuera realmente así. No
me quedaría en el pueblo, pero ya tenía claro que no podría irme hasta
que no llegara mi excedencia. Estaba claro también que el alcalde haría
lo posible por retener la concesión de la misma, por no darme
facilidades. Era mi primer alcalde y ya veía venir que la entrevista con
él no sería de las más felices. La casa de la tía Irunda no me
preocupaba, pero aquel nombre que me sonaba a reina visigoda como
Recesvinda, Gosbisda, era, al decir de mi acompañante, mi única
alternativa a tener que vivir en mi propia casa, vacía, helada, o a
dormir furtivamente en la clase arropada con una manta junto a la estufa
moribunda al anochecer y muerta de madrugada.
La noche de hielo, la
mañana de aguanieve habían dejado las calles duras, las rodadas como
recién hechas; pero en aquellas calles había unas piedras en los cruces
que hablaban de barros imposibles, de correntías que se salvaban
saltando de un poyo a otro. Casas bajas, de ventanas pequeñas, de
puertas cerradas por el día de frío. Mi acompañante me daba toda clase
de noticias. - Este es el bar, aquí vive el maestro, un chico joven como
Ud. Muy simpático; se harán buenos amigos; podían casarse y quedarse en
el pueblo. Eso estaría bien, muy bien. Tiene muchas permanencias y gana
un buen dinero. Su casa está junto a la de la maestra y esas casas están
muy soleadas y en las escuelas. Efectivamente, aquello era un bar en una
casa nueva con dos plantas y según mi acompañante varias habitaciones
alquiladas a los albañiles. Una casa nueva pero de mala construcción, de
ventanas que parecían no resguardar del frío, de muros más paredes que
muros. Ud. estará mejor en casa de la tía Irunda. Aquí con los hombres
no estaría bien... ¡ Un café! Yo quería un café. Yo necesitaba un café,
pero no me atreví a decir que quería entrar en aquel bar velado por el
vaho de los cristales. Mientras caminábamos mi acompañante hacía las
presentaciones: me presentaba, en realidad, a todo aquel que iba por la
calle, que encontrábamos en la calle o que no tenía ninguna intención de
ir por nuestra calle pero se había dejado ver en una puerta o en una
esquina. Es la señorita, decía. Mañana abrirá la escuela. Había
respuestas de todo tipo, ofrecimientos genéricos y un poco menos. Yo
estaba deseando llegar al Ayuntamiento.
La Iglesia se veía a la
izquierda después del cruce de la calle. Aquel ensanche era la plaza y
en la plaza el Ayuntamiento y allí, en aquel Ayuntamiento, un alcalde
que no me recibiría precisamente bien en cuanto que le dijera que me
iba, que me quería ir cuanto antes, que había llegado hasta allí, en
aquella mañana de aguanieve, para que me firmara los papeles y poder
marcharme. Mi acompañante se despidió ofreciéndose para lo que me
hiciera falta, y en sus palabras quedaba la certeza de que el alcalde
tendría el poder de retenerme y el pueblo y sus gentes el de seducirme.
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