Martina Martínez Tuya

 

Las cuatro estaciones

 

Fragmentos    

 

           Suena Leonard Cohen en mis auriculares. Su voz me lleva a otros viajes, a la charla distendida, a las sorpresas de los compañeros de compartimento. El viaje en los antiguos trenes hacía pensar en la aventura. El tren era el viaje posible a cualquier parte, a cualquier vida, a cualquier encuentro apasionante. El tren es todo silencio en los viajes de hoy. Cada uno en su asiento, cada uno leyendo, dormitando, mirando el vacío del asiento de delante o forzándose por seguir el paisaje. Otros pendientes de la televisión, del periódico o de un libro: pendientes siempre de algo para no sentirse perdidos en las cuatro o cinco horas que dura el trayecto. La gente ya no habla en los trenes. Los compañeros de asiento ya no se dirigen la palabra. Pasan, te rozan, se disculpan y apenas si intercambian una mirada fugitiva. El viaje en tren se ha convertido en un viaje hacia la soledad de cada uno, hacia la vida de cada uno.

 

 Mis viajes son mi tiempo, ese en el que no voy a ser interrumpida, ese en el que no existen obligaciones ni llamadas, ni nada a lo que atender. Mis viajes son mi música, la que me hace mirar por la ventanilla y empezar un diálogo con el paisaje. La  música que me lleva lejos, a veces muy lejos  y que me devuelve al lugar, a la hora, al tiempo en el que liberada de todo puedo encontrarme y sorprenderme entretenida en el tejer y destejer de todos los sueños, de todas las ilusiones, de todas las quimeras; también de todas las tristezas.

El cielo sigue blanco, sigue el paisaje sin sombras de la primera hora de la tarde. La película en el monitor, sin sonido, es poco menos que nada si uno lee un bonito libro elegido por alguien que ha pensado - precisamente - en que pueda interesarnos. La cortina azul, muy azul, añil fuerte, da luz al fondo blanquiverde de los campos que pasan rápidos, ajenos a la mirada.

             Dos páginas, tres, un misterio a punto de descubrirse. El tren acercándose al final del viaje.

            Un viaje que tendría que durar más, que podría detenerse, que quisiéramos que fuera otro viaje, en otro tiempo, sólo dos años atrás, sólo cuando era una ilusión, un reencuentro gozoso.

 

 Ya queda poco para llegar y sigo yendo y viniendo del libro a mi tiempo en Venecia. Del libro a aquel comedor que sólo unas horas después de la cena sería un salón de baile que dejaba la noche fuera mientras las olas batían los muros de los viejos palacios, de las iglesias con olor a humedad, con susurros de carcomas que parecían lamentos de novias abandonadas ante el altar.

            Salón perfecto para cruzar miradas de amor, para verse bailar en unos brazos amados, para enamorar y enamorarse bailando.
Suave, suavemente, como en los sueños, como cuando canta Cohen:

...

Take this waltz, take this waltz
        Take its broken waist in your hand

This waltz, this waltz, this waltz, this waltz

...

 Es fácil pensar, creer que aún se viaja en un tren con las ventanillas abiertas, con un deseo infinito de que el aire caliente y seco  que nos ha azotado durante la tarde puede cambiar de repente y hacerse oloroso y fresco como una caricia maravillosa. ¡Cuántos viajes a esa hora esperando que la brisa refresque el compartimento y nos permita dar una cabezada aliviando el cansancio y el calor!

             Vuelta a la noche pasada. Al calor de las habitaciones sin aire acondicionado, a los pasillos que están tan calientes como lo demás.

             El sillón junto a la ventana, La puerta abierta de par en par y la espera, la espera de que sea posible aún que la noche, fuera como estamos de la ciudad, no sea tan calurosa como la anterior, como esa de cuyo insomnio venimos.

            Deben de ser las tres más o menos. Sigue oyéndose los coches. Los laureles dejan pasar las luces de los faros y las hojas amarillean aquí y allí, después de varios días de calor. Puerta de Hierro es un lugar privilegiado. No tiene nada que ver con los barrios deformes que parecen no dejarnos entrar en la ciudad por las carreteras que vienen de cualquier parte que no sea el Norte.

 

¡Cuántos atardeceres! ¿En cuantos sitios he vivido procurando no perderme una puesta de sol?

El sol muriendo sobre el mar, sobre el horizonte de un lago, detrás de las montañas, en la llanura sin fin, en el reflejo de los cristales de la casa de enfrente.

¡Cuántos atardecer sin horizontes, descubiertos en una clara del bosque, en un paseo que se abre a poniente en El Retiro!

Atardeceres lentos sobre el mar, en vacaciones, cuando el  día sólo es para irlo viviendo sin prisas, para disfrutarlo hora a hora, para elegir en cada una de ellas el lugar más hermoso o más agradable.

Otoño en los Alpes viendo ponerse el sol cada tarde, casi cada tarde, sobre el Lemán. Diez minutos más o menos para desde la altura de Caux, al otro lado justo de Ginebra, ver esa hermosa columna dorada caída sobre el lago: enorme, brillante, irisada. La columna de oro sobre el agua, el cielo y el lago confundiéndose en la bocana de la bahía que forman las orillas que se prolongan hacia arriba  en los Alpes de la Alta Saboya a la izquierda , y en las colinas que rodean Vevey y Lausana a la derecha.

La columna tendida, ese trazo de oro sobre el agua,  parece querer alcanzar el azul oscuro de la entrada del Ródano, pero se queda lejos por más que se alargue.

  Aquello, aquel paisaje, era La Mancha pero no lo era.

            Estaba oscureciendo. Me quedé asombrada. El paisaje, a lo lejos, era un paisaje de luz.

            Una bahía de luz brillante, dibujada sobre el horizonte, hecha de un rompimiento de nubes negras que al llegar a unirse con esa infinita llanura que ya no tenía luz, se convertía en una ribera de sombras como las montañas que rodean un lago.

            Íbamos hacia la noche. Un talud y otro, y otro más, nos dejaban en la oscuridad. Salir era estar fijos en la luz intensa y ligeramente rojiza que un sol ya puesto hacía llegar al cielo.

            Irreal aquel paisaje inexistente, hecho sólo de cielo, en el cielo, amenazando con desaparecer de un momento a otro; esperándonos - sin embargo - después de la oscuridad a la que nos obligaban los terraplenes, los cerrillos cercanos a la vía.

           Aquella luz, allí, recordando un lugar a orillas del mar, o junto a un lago.

          Recordando las puestas de sol, los minutos después de la puesta de sol, justo el tiempo en el que la luz, salida ya de ninguna parte, dejaba el agua de oro mientras las montañas eran sombras que la iban cercando, que acabarían dejándola en nada, apagada de pronto, extinguida como si no hubiera existido.

 

Torrelodones se anuncia siempre con olor a jaras. Torrelodones es ya la sierra, casi la sierra.

            Llegar, llegar empieza a ser una llamada que las jaras despiertan. Llegar en la noche a la pequeña estación, a la misma por la que tanto habíamos paseado siendo niños y más tarde adolescentes.

            La plaza abierta a la Sierra. La plaza helada cuando son cerca de las diez. Un cielo alto lleno de estrellas muy brillantes, de muchísimas estrellas anunciando una helada de enero o febrero. Un cielo borrado anunciando una mañana de escarcha. Un cielo blanco del que se desprende la nieve suavemente o del que llegan esos hielos minúsculos que la ventisca nos azota dejándonos ateridos.

            Un taxi. Cinco minutos para el reencuentro. Cinco minutos para atravesar el jardín en el que sólo quedan vivas las bolas de boj que marcan el paseo de la casa y la terraza.

            Huele a leña, a una chimenea encendida allí cerca. La ventana del salón no tiene cerrados los postigos. La ventana del salón me espera. Las prímulas del alféizar, llenas de flores todo el invierno, están a punto de tiritar. Necesitan que yo llegue para que el postigo las resguarde, para poder dormirse como cada noche protegidas del hielo, del viento, de la escarcha.

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