Martina Martínez Tuya

 

El palomar

 

Fragmentos    

     

     Allá arriba, en los tejados de aquella manzana de casas, había otro mundo. Buhardillas, claraboyas, ventanucos altos que guardaban celosamente la intimidad de inquilinos desconocidos. Chimeneas, muchas chimeneas. Patios hondos, ojos de patio que subían, hasta el aire ligero y limpio de las alturas, la umbría maloliente de los suelos minados por las ratas, de los muros desconchados por los que la humedad quería alcanzar un piso tras otro hasta encontrarse  con un sol rápido que acababa ganándole la batalla en los días más largos. Un sol que sólo en los días más largos llegaba por unos momentos el suelo renegrido que se inclinaba hasta el sumidero. Sólo en esos días largos, y desde todo lo alto, el sol acariciaba un momento la ropa tendida de esos pisos umbríos con olores que no pueden olvidarse.

 …………..

      Aquellos tejados, como mares helados en invierno y ardientes en verano,  eran el lugar y la vida de los que cada vez que subían al último rellano de su escalera sentían, junto al cansancio, la sensación de una libertad recobrada, de un mundo sin límites, sin miradas, sin intrigas de vecindario, sin intimidades sorprendidas por los otros. Pobres, miserables muchas veces, solitarios con frecuencia, hombres y mujeres que lo dejaban todo allá abajo.
 
 
 
 
 
      
LA CAZA
  
      En los atardeceres de verano salen las salamandras. Esas salamandras de pies y manos como flores de pétalos redondos, de color cambiante según les dé la luz, con aspecto de ser ajeno a todo, colocado en una pared desde siempre, para siempre.
      Un instante, menos de un instante, es suficiente para que esa salamandra que hace rato que miramos, que nos parece la imagen misma de lo inmóvil, desaparezca en un movimiento que sólo dura un parpadeo.
      Nadie quiere que una salamandra entre en su casa, nadie quiere verla cerca. Hay quien la presiente en las noches de insomnio, hay quien después de haberla visto fija en el techo inclinado de una buhardilla no volverá a dormir con la ventana abierta. Ni el calor de las noches imposibles que siguen a los días de fuego le hará abrir la ventana. Su pensamiento está preso de esa salamandra quieta, fría, imaginada como un ser de muerte, de roce capaz de erizar el vello, de cortar el aliento.
 
 
 
      
COMPAÑEROS DE CAMA

  
      Viven pocos niños bajo los tejados. Las buhardillas recogen restos de todos los naufragios. Naufragios antiguos y relativamente recientes. Gentes solas por lo general.  Historias que acaban allí, en el hielo del invierno y el fuego del verano.
      Historias que se lloran o se soportan con mejor o peor talante, pero que estallan cuando durante varios días nadie puede dormir, cuando durante varias noches la vuelta a casa es como una condena al insomnio en el que se dan cita todos los fantasmas, todos los muertos, todos los horrores.
      ¿Qué historia hace gritar a la loca? ¿Dónde vivirá? ¿Quiénes serán sus vecinos?

 ………………

      Son a descartar las casas de los lados. El grito, el desgarro viene de más allá, de detrás de las medianerías donde se oye a la zurita. Viene del otro lado. De las casas que parecen dar a la calle paralela.
      Nadie de los habituales del barrio, de la gente que se ve entrar y salir de los portales, parece estar tan ido. Ninguna de esas mujeres que mantienen un recato de otros tiempos, con sus velos negros, sus pasos menudos, sus ropas pasadas de moda parece estar loca.
      Para gritar así hay que vestirse de loca, de loca total y mirar como de lejos, y andar buscando las sombras donde da el sol, y tener fama de no estar bien, y ser la comidilla del vecindario, y dejar un rastro de murmullos allí por donde se pasa. Quizá no sale nunca la loca.
 
 
    
     
 MUJERES SOLAS

 
       ¡La loca! Su grito es capaz de despertar a cualquiera en el sueño frágil de las primeras horas de una noche calurosa. Su grito sale de cualquier ventana y recorre los tejados. Entra por las claraboyas, se abre paso entre las rejas de los ventanucos  que dan un poco de luz a un desván, a un pasillo entre dos cuartos, a una habitación que sería totalmente oscura si no fuera por el pequeño privilegio de las medianerías.
      El grito de la loca deja a los niños fuera de lugar y de tiempo. Acostados en sus camitas, despiertan como si estuvieran lejos, en el campo, en un pueblo en el que los perros pueden andar sueltos aullando a la luna. Ese grito es todo terror: es prolongado, en un in crescendo que parece no tener fin. Cuando ya ha dejado su llamada al miedo, a la inseguridad, a los malos presagios en todas las gentes que sólo tienen un techo inclinado entre ellos y las estrellas, se calla. Enmudece, y, ese silencio es un silencio lleno del principio de otro alarido.
      El tiempo pasa y el silencio se prolonga como un eco que no termina. Se teme y se desea ese grito que en la espera no deja volver al sueño.
      Hay quien cierra la ventana, hay quien prefiere taparse con la almohada en un intento inútil por olvidarlo, por no volver a oírlo.
¿Quién será la loca? ¿Dónde estará su ventana, su claraboya, su horizonte en el tejado?
 
 
   
     
ESTRELLAS FUGACES

  
      Estrellas fugaces recorriendo el cielo mientras estaban acostados. Estrellas que acudían a su cita con la noche de San Lorenzo. Noche alta de verano recortada por los muros de las medianerías: noche infinita y en calma.
      Niños que durmieron mejor que nunca sobre aquel colchón puesto encima del tejado. Padres que pudieron conciliar el sueño porque una cuerda fina estaba atada al tobillo de los niños y a la palomilla que sujetaba las cuerdas de tender la ropa.
      Primera noche en el tejado. Terraza ampliable sobre el tejado.

      Madrugadas frescas. Niños amaneciendo en sus camas, llevados a ellas justo al alba. Niños salvados del calor insomne.
      Las estrellas fugaces conjuraron el grito de la loca
 …………………
 
      Las chimeneas se recortaban en el cielo oscuro como personajes de ficción. Con sus caperuzas ladeadas, con sus cuerpos largos y juntos,  terminados en una gran pierna común como si estuvieran detrás de una tapia vigilando a los que dormían.
      El tejado no recibía la luz de la calle, pero en lo alto de las medianerías había una claridad que salvaba a los niños de la oscuridad total. Esa claridad era el seguro del lugar. Gracias a ella el tejado era el mismo de siempre, con sus sombras y sus chimeneas, con las líneas superpuestas del final de las casas más cercanas, de aquellas a las que llegaba la mirada.
      No había ni un ruido. Era el silencio total. No hacía viento. Las noches calurosas del verano son noches en calma, noches en las que hasta la brisa de la madrugada parece deslizarse sobre los tejados cuidando de no mover ni un cable, ni un alambre de los que sujetan las capuchas de las viejas chimeneas para que no cimbree, para que no silbe, para que llegue el sueño y se mantenga hasta que la luz del alba  despierte a los mayores y puedan llevar a los niños a la cama, entornar las ventanas y dejar que terminen la noche bien entrada la mañana.
 
 
  
      
DESPUÉS

  
      Los inviernos callaban la voz de la loca. Los inviernos seguían esmerilando los cristales, dibujándolos con preciosos ramos, -abigarrados y siempre distintos-, al helar el vaho que recogían las ventanas.
      Cambió el tiempo. Se aceleró de repente. La vida empezó a ser otra cosa.
      Las buhardillas fueron quedándose vacías.
      Las casas empezaron a venderse por pisos.
  ………………
      ¿Seguirá la voz de la loca llenando con su aullido las noches insomnes del verano?
      Quizá siga ahí. Quizá era un alma vagabunda y perdida.
      Puede que ella también se haya ido harta de soledad. Su grito ahora sería inútil. Los nuevos habitantes de los tejados cierran sus casas al calor y no podrán oírla, no la oirán.   
      ¿Seguirá habiendo una zurita que vuele cada tarde y cante en las mañanas de primavera?
      ¿Quedarán algún gato que pasee altanero y desafiante por el caballete?
      La claraboya cantará con las primeras gotas de lluvia, atronará la escalera cuando el granizo rompa el bochorno de las tormentas de verano, dejará pasar los relámpagos para que bajen zigzagueantes incendiando los rellanos.

 

     
 Actualmente agotado

 

 

     
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