Martina Martínez Tuya

 

 

Violencia en las aulas

  

La destructividad es el resultado de la vida no vivida.

E. Fromm
 

   Con independencia de los problemas graves de agresiones que hay, no vale negarlo, el mayor problema es la tónica general, ese ambiente en el que se desarrollan las clases, los recreos, la vida de los pasillos, de los servicios, las salidas del instituto.

En todos ellos hay eso que bien puede llamarse, siguiendo a Fromm, la destructividad, el deseo de romper los planes del otro; lo mismo si ese otro es el compañero que quiere atender, o comer tranquilamente el bocadillo, o ir al servicio, o beber en la fuente del patio, que la clase que intenta dar un profesor, su explicación, la corrección de ejercicios, la intervención de un compañero. No escapa a esto la fiesta familiar, el descanso de las personas que hay en el parque, la acera por la que todos caminan y que se convierte en el terror al de los patines o la bicicleta.

 

La violencia en las aulas es siempre la inadecuación entre el valor que se reconoce y la conciencia que se tiene de lo que se vale.

Aunque parezca lo contrario, es el valor que se da al hecho de estudiar, de aprobar, de tener un título lo que ha desatado la violencia escolar.

Eso, y la imposibilidad para reconocerse capaz. Ante el fracaso, todo y todos pueden ser los culpables.

Pero ese fracaso necesita de una explicación de base. En los estudios que se hicieron mientras estaba en vigor el BUP, se aceptó que en una clase normal, de un centro de tipo medio, sólo dos alumnos por aula más o menos, estaban en condiciones de hacerse cargo de los aprendizajes. El BUP no era enseñanza obligatoria. Llegaban a él los alumnos después del filtro del título de EGB y la F.P. era una alternativa real y legal.

¿Qué pasará ahora? Se atrevería alguien a afirmar que ese porcentaje ha aumentado?

¿Para qué aprendizajes están preparados los alumnos en este marasmo, que es en lo que se ha convertido el sistema escolar tal y como los alumnos lo padecen?

Esto, cada vez se parece más a aquella fiesta del no cumpleaños de Alicia en el país de las maravillas.

 

Una cosa es enredar en clase, ser más o menos distraído o pasar, y otra muy distinta la violencia.

La posición de la inmensa mayoría de los alumnos es de total desesperanza. No han sido educados en la voluntad, no pueden hacer planes, ni buscar fines, ni vivir – que en definitiva no es sino la posibilidad de hacer proyectos. Nadie les ofrece, tampoco, un plan viable, la esperanza de que pueda haberlo. Nadie responde de que el nivel de cada uno pueda permitir – de hecho- los aprendizajes.

Tienen miedo – pueden ser puestos fuera de juego en cualquier momento y se defienden de forma casi neurótica con la vuelta atrás: que a su vez implica la agresividad, la fuerza del grupo que siempre se constituye contra lo que sea o quien sea.

Mantienen, a falta de otras elaboraciones, un nivel intuitivo – lo que deja indefenso al profesor, desvelado, alcanzado allí donde más le duele, incapaz para cubrirse-.

Como el alumno no ha madurado, no ha aprendido y por lo mismo no se ha desarrollado lo suficiente, lo suyo es:

La espontaneidad, que por si fuera poco ha sido ensalzada, defendida y confundida con la sinceridad. Eso le mantiene en la extroversión, incompatible con el trabajo escolar. La desidia es el resultado final, no teniendo que olvidar que la desidia es vivir según el deseo.

El paso al acto. Siempre es lo más violento porque es lo más cercano a la reacción psicopatológica. Protege al sujeto del conflicto interiorizado y del sufrimiento psíquico, pero impide madurar.

 

Todo eso añadido a una etapa difícil de obstinación y displicencia en la que se fija en lugar de superarla.

 

Decía Nietzsche:

“Ante el impulso desproporcionado del alumno, el profesor con problemas es alguien que desea lanzarse al agua sin saber nadar, y al hacerlo, más que ahogarse teme no ahogarse y verse escarnecido.”

 

Ha sido así porque la mayoría de los alumnos están ante algo que quieren y la imposibilidad de conseguirlo. Antes lo buscaban por otros medios. Se incorporaban al trabajo y encontraban allí la autoafirmación y la aceptación de su grupo; eso los mayores. Los pequeños seguían en la escuela sin cursos ni exámenes o la escuela seguía sin ellos.

En generaciones inmediatamente anteriores, con alumnos de otra extracción social, las drogas han hecho estragos, eso y todo tipo de neurosis – sin excluir las salidas tipo hippies, por ejemplo. Cualquier cosa menos seguir enfrentándose al callejón sin salida.

Antes de eso, hace ya tiempo, el problema encontraba alivio en los conventos, el ejército, las misiones y cosas por el estilo.

Hoy, son muchos los niños, los jóvenes, que parten de una experiencia con adultos desbordados, asustados, sin rumbo, movidos por el vaivén de los impulsos. Todos males sin salida ni para el adulto ni para los niños. Esta es la situación patológica por excelencia, tenga un origen marginal o no.
 

 ¿Cómo se ha llegado a esto?

 La sociedad ha cambiado y necesita otra clase de sujetos. La ciencia y la técnica han modificado la vida más profundamente de lo que la mayoría cree. Los sujetos que hacen falta para esta nueva sociedad son difíciles de formar. Queda pensar, además, que se haga lo que se haga y no importa cómo de bien no todos pueden alcanzar los mínimos.

Ante esta dificultad, la oferta que ha tenido más adeptos, política y socialmente, se ha hecho justo en sentido contrario al que era pertinente.

¿Por qué?

Porque era fácil, por demagogia y porque era políticamente rentable.

 La profesión de docente necesita una reconversión, como todas las demás.

Ya no ofrecemos un producto. Nos ofrecemos como producto. Por eso nos pagan. Para eso nos pagan. Eso es lo que nos exigen.

La mayoría colaboró activamente en un cambio que era un fraude. Explico un poco:

Aquello, decían, era un cambio a hacer, y no una opción ante un cambio de la realidad. Pensar en que se elegía daba protagonismo y conjuraba los temores al cambio real.

Se trataba sin duda de la opción por lo fácil.

¿Qué hay más fácil que desinhibir a un alumno, hacerlo “natural”?

¿Hay educación más fácil que la del laissez faire?

Se acudió a Rousseau para justificarlo. Una de sus frases se hizo célebre: el niño hará lo que quiera.

Sí, la frase era de Rousseau, pero no estaba completa, seguía: pero el profesor hará que quiera lo que él (el profesor) quiera que quiera.

¡Vaya recorte!

 Todo era, sin embargo, fácil de entender. Tanto como pensar que es maravilloso que una máquina se perfeccione hasta que trabaje sola. Claro que nadie paga a nadie por verla trabajar. Cuando se instala, hay que hacer otra cosa – más difícil y además nos exigirán trabajar a su ritmo-.

Por si fuera poco, los docentes- muchos aunque no todos- se creyeron en el deber de comunicar la buena nueva. Entre todos iban a cambiar la sociedad. Padres, autoridades, todos compartiendo esa felicidad de no hacer nada por los más jóvenes, de hacerlos perfectos sólo con dejarlos ser como quisieran.

 Primero se suprimen las tareas escolares en casa, ¿para qué?, ¿desde cuándo? Quizá volvamos a eso.

Ya nadie tiene que ocuparse de si el niño sabe o no. Eso mucho antes de la LOGSE, - que ahora parece que es la que lo ha cambiado todo-.

La LOGSE es la que ha removido el agua, y ya se sabe lo que eso significa en este tipo de charcas. Eso y el tiempo transcurrido.

Toda una reconversión.

Se opta por lo automático, ¿qué era el conductismo?

Lo natural, en ese caso se identifica con lo general, lo que son capaces de hacer todos. Eso que se llama lo común.

Lo olvidado es que lo común siempre es LA BARBARIE.

 El fenómeno en su conjunto se parece a una ola que se encrespó hace tiempo, que desde lejos viene creciendo, que surge en el horizonte hace un buen rato pero que los más ignoran y se permiten jugar desprevenidos en la orilla. Llega, porque al final siempre llega. Ha roto el malecón y es el sálvese quien pueda.


 

 

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