Martina Martínez Tuya

 

 

El viaje más apasionante

 

Decía Lope, ya saben, nuestro Gran Lope de Vega:


 “A mis soledades voy,
de mis soledades vengo,
…”
 Y concluía:


 “¡…
que con venir de mí mismo,
no puedo venir de más lejos!”


 
      Ese viaje es el más largo de todos. Hacen falta años para iniciarlo. Muchos han muerto sin haberlo hecho nunca. Más de uno lo empieza y no sabe cómo seguir, no sabe cómo hacer que el mundo se detenga y él pueda apearse en la primera estación. Es un viaje que una vez iniciado no tiene retorno.
      La infancia desconoce el plano profundo de la personalidad, ese volverse hacia uno mismo y seguirse como si se estuviera viendo a otro.
      La primera adolescencia sospecha de esas profundidades del alma y si no encuentra ayuda será difícil que tenga el valor o la oportunidad de ir caminando hacia eso que llamamos el sí mismo.
      Para muchos, ese tiempo de la sospecha es ya el final del trayecto. No seguirán. Estarán distraídos con otras cosas. Iniciarán el camino de la huída antes de saber que estaban en camino y que están huyendo. Ellos no lo saben pero antes o después tendrán que ponerse en la ruta. Un hecho cualquiera, un vaivén cualquiera en sus vidas les obligará a detenerse y estarán solos, y no habrá nada que mirar como no sea ese fondo de donde todo surge y donde todo se agota. Estarán de viaje inesperadamente, fuera de todos sus refugios, lejos de cualquier punto de partida que pueda resultarles familiar.
 
      El viaje hacia uno mismo está lleno de sorpresas, de paisajes no fáciles de transitar, de vueltas y revueltas que presumimos llenas de amenazas, de esperanzas, de lugares insólitos y no pocas veces abismales, pero que con mucha frecuencia descubrimos de forma totalmente distinta de cómo los habíamos previsto. Ese viaje es para muchos un averno del que huyen de cualquier forma, con cualquier excusa, perdiéndose en no importa qué laberintos y entregando peajes imposibles en la ruta desquiciada de la huída.


       “A mis soledades voy,
      de mis soledades vengo,
      …”
       Escribía Lope.
       Viaje siempre en soledad. Viaje con recorridos infinitos, con recorridos siempre distintos, jamás repetidos.
      Viaje en el que podemos zambullirnos sin descanso en ese mar profundo que somos, cuando sólo somos conciencia.
       Este viaje es siempre, debe de ser siempre, en libertad, para que no se convierta en una pesadísima carga.
       No se llega a esa libertad sin esfuerzo. No se divisa ese mundo de uno mismo por el simple hecho de hacerse mayor, de superar la infancia, de entrar en las contradicciones de la primera adolescencia.
      Hay un momento en la vida de cada cual en el que hay que decidir: entre caminar hacia uno mismo o iniciar la huída.
      Ese momento es el de darse cuenta de esa soledad radical del ser humano, es aquel en el que quedan inservibles todos los recursos aprendidos para vivir siempre en lo objetivo, en los esquemas, en las creencias en las que todo ajusta, en la que no hay fisuras en la comprensión de la existencia. Ese es el momento de la verdad, ese en el que nos sentimos radicalmente solos, incomunicables, distintos de todos los demás y distintos también de nosotros mismos en cada instante.
      Hay quien llega a esa experiencia poco después de haber dejado de ser un niño, en eso que se llama la adolescencia cuando realmente lo es.
      Hay quien tarda años en vivir esa soledad.
      Lo cierto es que todo aquel que vive lo suficiente acaba un día u otro en la conciencia de eso que suele conocerse como la conciencia de la separatividad.   Cuanto más tarde en vivirlo, más difícil será superar ese punto sin retorno.
      Cuando una sociedad se mueve muy rápidamente, cuando los ritos dejan de serlo para convertirse en meras mascaradas, cuando la vida empieza ser imprevisible todos aquellos que escaparon a ese momento de realidad durante años llegan sorpresivamente a él. Ellos también tendrán que elegir: caminar hacia ellos mismos o salir corriendo – si pueden-.
      Los que huyen de esas rutas son capaces de hacer kilómetros en un deseo infinito de no encontrarse. Tanto se temen, tanto temen la soledad con ellos mismos que cualquier momento de reposo se convierte en una amenaza. Son como el niño pequeño que huye de la propia sombra: cuando deja de verla sólo es porque la tiene detrás. Cuando pasa la luz y la descubre delante, se aterra. Sólo cuando acepta que tiene sombra puede volver a caminar tranquilo.
       Viajes apasionantes en el fondo de uno mismo. Compañía que nunca falla, que siempre está ahí. Mundos infinitamente distintos que nos esperan para ser descubiertos. Mundos que deben escapar a cualquier juicio moral para que podamos descubrirlos mientras nuestra vida hacia afuera, la vida que los otros ven, ignora nuestro viaje.

        

            

 

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