Martina Martínez Tuya

 

 

Tiempos de crisis

  

Resulta casi excesivo volver una y otra vez a la crisis actual, a este momento que muchos vieron llegar, pero que otros tantos negaron hasta que la realidad arrasó sus refugios y les obligó a aceptar que todo era distinto de cómo lo imaginaban. Los cogió sin haber tenido el reflejo  de protegerse contra esa marea que se extiende y parece acabar con casi todo.

Crisis es sinónimo de desorientación, de pérdida de caminos, de situación en la que no sé sabe qué hacer, en la que la confusión no es porque la elección de entre lo posible se presente profusa, sino por verlo todo tan confuso y tan sin perspectiva que la impresión general es más bien de caminos borrados, de rutas impracticables, de muros que se alzan allí donde hasta hace poco había campos abiertos en los que cada uno podía trazar sus senderos, o transitar por grandes autopistas en las que se avanzaba sin necesidad de decidir casi nada.

Toda crisis implica incertidumbre, inseguridad, finales en aquello que se presumía duradero, a veces incluso como eterno.

 Ya no se sabe qué hacer.  Tenemos la certeza de que el futuro ha dejado de pertenecernos. La inseguridad es lo cotidiano, es la evidencia con la que se amanece y con la que nos acercamos- si podemos- al sueño. No faltan los que repiten eso tan manido que ha hecho fortuna -digamos que para ayudar al desafortunado-.

 Hablan – como si hubieran descubierto la panacea- de vivir el día a día. Parecen ignorar que el día a día está lejos de ser un lecho de rosas. También, que somos humanos y que, por serlo, necesitamos entender nuestra vida como un proyecto. Manejamos el presente en función de un futuro presumible aunque, eso sí, ayudados o lastrados por el pasado.

En la crisis el temor nos alcanza. Nos alcanza por nosotros, por nuestros hijos, por nuestros nietos, por ese mundo que sustituirá al que conocemos y que no tenemos manera de imaginar pero que ya sabemos muy distinto de cómo lo habíamos pensado hasta ayer o hasta antes de ayer, y para el que más o menos habíamos hecho planes.

La crisis no afecta sólo a lo económico, a lo fáctico, sino que alcanza más si cabe a lo anímico. En ella se tambalean los valores, caen los ídolos, resultan insuficientes todos los artificios creados para ocultar la realidad.

Estamos, una vez más, ante la crisis de la Modernidad: esa brecha abierta en occidente que siempre se ha cerrado en falso y que de vez en cuando se reabre en heridas sangrantes, en tiempos difíciles. Son ya muchas las veces que ha emergido y ha devorado a no poca gente. Se ha luchado contra ella, se han vuelto a recomponer los parapetos que nos defendían de su empuje y hemos pensado que estábamos seguros de nuevo. Ella, la herida abierta de la Modernidad, había quedado larvada una vez más bajo  la prosperidad económica, bajo eso que llamamos el estado del bienestar, - que no siempre existe y que queda lejos, en cualquier caso, del estar realmente bien-.

¿Cuántos han sido alcanzados ya?¿Cuántos quedan excluidos? ¿Cuánto olvido no hace falta para seguir caminando como si no pasara nada, como si el camino fuese seguro y llevase a alguna parte?

 

Ya se oye de vez en cuando apelar a la cultura y a la educación para salir de la crisis, para no zozobrar en ella y poder quedarse a la espera de que la tormenta amaine.

Ciertamente será la cultura la que permita sobrellevar este tiempo y también dar paso al futuro, pero ¿a qué futuro?

Se oye con cierta insistencia que todo volverá a su cauce, que será doloroso pero que volveremos a estar como estábamos.

Yo me pregunto: ¿cómo estaba quién?,¿ era tan maravilloso aquel presente al que dicen hay que volver?

¿Será posible ese retorno aún queriéndolo?

¿No ha sido ese pasado el que nos ha traído a este presente?

Pero, ¿esta crisis no ha puesto suficientemente en evidencia que en definitiva son las elecciones personales – inducidas o no por los otros- las que han originado una situación a la que no se ve salida?

La Modernidad es compleja. Nos sitúa, lo queramos o no, en la individualidad, en la libertad. No sitúa ahí pero no en la autonomía, sino en el complejísimo sistema de individualidades organizadas en intrincados sistemas cuyo funcionamiento desconocemos y de cuyo poder no podemos escapar.

Hace tiempo que tenemos la sensación de que nada controla todo eso, que ni gobiernos, ni grupos, ni nadie es capaz de visualizar en su conjunto la vorágine.

Nuestra libertad ha de mantenerse en una red de dependencias. Una red que está permanentemente amenazada.

Esto no es nuevo y la conciencia de ello tampoco. Quizá fue esta misma percepción la que hizo decir a los surrealistas aquello de: nuestra salvación está en ninguna parte.

¿Es esto puro pesimismo? Quizá sí, pero también tendría la ventaja de hacernos olvidar de una vez por todas que alguien, que algo podía hacer cambiar nuestro destino. Quedan más preguntas.

¿Hemos de pensar en salvarnos? ¿Salvarnos de qué?

Sin duda de vivir dolorosamente la incertidumbre. De buscar seguridades imposibles. Podremos entonces centrarnos en la lucha de la vida entendiendo que en lo esencial quedaría reducida a conseguir librarnos del dolor innecesario, de las servidumbre innecesarias, de los objetos que tanto nos cuesta conseguir y de los que puede que no tengamos ninguna necesidad.

No se trata de demonizar ni el lujo ni el consumo, sino de buscar otros valores más auténticos, otras formas de ocupar el ocio, otros objetivos.

Puede que, nuestra capacidad de maniobra sea muy reducida, que las condiciones que la crisis nos  impone sean algo que parezca dejarnos fuera de juego. Puede que los sacrificios alejen de nosotros no pocas oportunidades para el goce, pero siempre nos quedará el disfrute de la cultura si hemos aprendido a conocerla. Si no ha sido así, es hora de ponerse a ello. Una crisis también puede ser una nueva oportunidad para reorientar la vida y vivirla de otra manera.

 

Revista AMADUMA 2010

 

 

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