Martina Martínez Tuya

 

 

Hablando de las palabras

 

 “Las palabras son los pasantes misteriosos del alma”

 

Así se definen en el verso final de un poema de “Les Contemplations” de Víctor Hugo.

Ese es el último verso, pero antes de esa afirmación rotunda, el poeta va describiendo:
 

 Las palabras chocan contra la frente como el agua contra el arrecife;

Hormiguean, abriendo en nuestro espíritu pensativo

Garras o manos, y algunas alas;

Soñadoras, tristes, jubilosas, amargas, siniestras, dulces,

Populares, las palabras van y vienen en nosotros;

...

 Y ahora sí, ese último verso con el que yo empezaba mi artículo.

 

Podría hacer un análisis minucioso del texto pero, como es un poema, prefiero que se dejen llevar por él.

Diré, eso sí, que para el poeta queda claro que hay una doble dependencia en esto de la palabra que llega al que la lee, al que la escucha.

No diré nada del que simplemente la oye. Oír – que por aquí hay quien confunde con escuchar- desposee a la palabra de cualquier sentido. La palabra entonces no choca contra el arrecife sino que se extingue, se confunde, pierde toda su fuerza como en una playa a la que llega en un día de calma.

La frente, el espíritu pensativo como dice Víctor Hugo, no tiene nada que ver con esa playa.

La palabra necesita una disposición a la acogida.

Necesita, también, que la dejemos ir, que pueda entrar en los huecos de nuestro arrecife, que vaya dejando la huella de su paso.

Eso, esa entrega, no es demasiado fácil. Mostramos una clara resistencia a todo lo que no sean los sentidos a los que estamos acostumbrados y que responden a nuestros prejuicios, a los mitos que sabiéndolo o sin saberlo, han hecho túneles y convertido nuestro arrecife en un lugar muerto como precio que pagamos por controlar las palabras, porque no lleguen allí a donde nos sentiríamos inseguros, allí a donde creemos que producirían una catástrofe.

 

Las palabras son pasantes de ida y vuelta- como el agua que choca contra el arrecife pero nunca se queda en él-.

También tenemos miedo a lo que puedan arrastrar, a lo que puedan devolver al mar amplio y grande de los otros.

Las palabras son un sonido, son un gráfico, son parte del lenguaje de la tribu, pero son inabarcables en su fuerza, en su poder para alcanzarnos incluso allí a donde nunca hemos sido capaces de llegar buscando en nosotros mismos.

Las palabras son, pueden ser inquietantes. Pueden provocar verdaderas mareas capaces de aniquilar al sujeto al que van dirigidas o a aquel que simplemente las encuentra en un momento inadecuado, cuando sus diques están abiertos o han sido derribados por otras tormentas.

 

Las palabras son, dice el poeta, los pasantes misteriosos del alma.

Son, efectivamente, misteriosos.

En ellas no hay nada de esa teoría, tan encorsetada ella, de la comunicación.

Ese sería el deseo máximo de la tribu. ¿Qué precio estaría dispuesta a pagar porque se pudieran reducir las palabras – la comunicación- a ese esquema?

¿Qué han creado las tribus para hacerlo posible?

De antiguo nos llegan los refranes, las frases hechas. Trenes de entrada y de salida que a penas tocan el arrecife muestran que no se puede seguir adelante, que todas las compuertas están cerradas, que todo está dicho, averiguado, sentido. La palabra rebota como en una partida de ping-pong y produce el efecto previsto en quien la escucha, y genera la respuesta prevista. ¡Todo bajo control!

Ya no se usan casi los refranes, pero no porque la tribu haya renunciado a esa comunicación pobre y a resguardo de imprevistos por la que paga la renuncia a la individualidad, a la creatividad, a la alerta del sentimiento, a la comunicación que más puede aproximarse a la cercanía del otro. La seguridad se busca ahora empobreciendo el lenguaje mismo, reduciendo los campos semánticos a poco más que una señal.

Los más jóvenes hablan con dos docenas de palabras que tienen serías dificultades para explicar, para describir cómo se realiza la comunicación con ellas.

Nos son palabras propiamente: son llamadas. Llamadas en el esquema de la tribu y con las que quieren mantenerse al resguardo de sí mismos y de los otros.

¿Qué precio pagan por ello?

La huída de sí y la incapacidad para hacerse individuos, para la soledad, para moverse por los huecos infinitos y apasionantes de un arrecife que no dejan que se cree, que cuando notan que se ha abierto un mínimo paso hacen todo lo posible por cegarlo.

¿Qué fue de los que usaron los refranes, los dichos de su tierra, de sus gentes, de sus tribus?

Los más sólo los han cambiado por las frases hechas que les procuran los medios de comunicación. Han salido perdiendo: los refranes eran, con todo, más versátiles. Los había para cada cosa y para todo lo contrario, aunque perdieran los matices de lo diverso, incluso de lo diferente.

 

Para el espíritu alerta todo lenguaje es insuficiente, pero la aventura de intentar decir lo que no puede ser dicho y de dejarse sentir cuando la palabra llega nosotros, nos sigue pareciendo apasionante.

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Les mots heurtent le front comme l’eau le récif ;

Ils fourmillent, ouvrant dans notre esprit pensif

Des grifrfes ou de mains, et quelques-uns des ailes ;

Rêveurs, tristes, joyeux, amers, sinistres, doux,

Sombre peuple, les mots vont et viennet en nous ;

Les mots sont les passants mystérieux de l’âme.

VÍCTOR HUGO

                 (Les Contemplations :Réponse à un acte d’accusation)

 

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