Martina Martínez Tuya

 

 

Entre pesimistas anda el juego

 

          Había pensado en un artículo sobre Literatura, pero me ha podido la situación que vivimos y el deseo de hacer una reflexión, una más, sobre la misma.

El título lo he tomado medio prestado, sólo medio, y procuraré jugar un poco con las palabras en un intento de aclarar algunas cosas, más que algunas cosas las razones de por qué se nos ofrecen en francas contradicciones aunque no lo sean tanto.

Hay, como suele suceder siempre, pesimistas, y pesimistas. Pero este es un tiempo de polarizaciones y también de exhibición por parte de no pocos, aunque ciertamente no dejen de ser una minoría.

Dice Sorel en su libro “Reflexiones sobre la violencia” publicado en 1906 (1):

Llamamos, equivocadamente, pesimistas a quienes son optimistas desengañados.

¿No creen que hay muchos de esos? Los hay, aunque como optimistas que son en el fondo, unos estén en una fase y otros en otra.

Sigo con Sorel: El optimista, en la política, es un hombre inconstante, hasta peligroso, porque no se percata de las grandes dificultades que ofrecen sus proyectos; estos últimos parecen poseer una fuerza propia que conduce a su realización, tanto más fácilmente cuanto que en su mente están destinados a producir mayor número de personas felices.

El optimista pasa con gran facilidad de la ira revolucionaria al más ridículo pacifismo social.

Es así, aunque yo puntualizaría que aquí, entre nosotros, esos movimientos tienen mucho que ver con quién esté en el poder.

Tener que convivir con uno de estos optimistas se parece mucho a hacerlo con alguien con una personalidad bipolar. Su fase optimista lo mismo que la pesimista son igualmente difíciles, se alternan inopinadamente y son ajenas a cualquier razonamiento y más aún a cualquier referencia con la realidad.

El optimista necesita sentirse poderoso con respecto a la realidad  y no conoce más poder que el absoluto. Cuando esa realidad se le enfrenta la ira le domina. No puede nunca aceptar su responsabilidad ni tampoco su impotencia. Eso explicaría su resentimiento, su furia contra aquello o aquellos a los que ha elegido como culpables.

Dice Sorel: Si es de temperamento exaltado y si, por desgracia, está provisto de un gran poder, que le permite realizar el ideal que se forjó, el optimista puede conducir a su país a las peores catástrofes.

Afirmación muy oportuna y muy interesante en un mundo que no se resigna a la pérdida de las utopías, después de no haberse curado del abandono de las religiones.

 

Los pesimistas, los verdaderos pesimistas, quedan bastante bien retratados en estas palabras, también de Sorel:

El pesimismo … es una metafísica de las costumbres en mucha mayor medida que una teoría del mundo, es una concepción de un camino hacia la liberación estrechamente ligado, por una parte, al conocimiento experimental que hemos adquirido de los obstáculos que se oponen a la satisfacción de nuestras ideas (o si se quiere ligado al sentimiento de un determinismo social) y por otra parte a la convicción profunda de nuestra debilidad natural.

El pesimista no tiene los desvaríos sanguinarios del optimista enloquecido por las resistencias imprevistas con que tropiezan sus proyectos; no sueña en absoluto con procurar la felicidad de las generaciones futuras degollando a los egoístas actuales.

 

Estamos en lo que Lipovetsky (2) llama la sociedad de la decepción y por si fuera poco en esa decepción está la quiebra de la huída que se ha querido hacer a base de consumismo.

En una sociedad que se pretendió del bienestar y que tomó la forma del entretenimiento hedonista ha habido un despertar en el que la dificultad de vivir y el malestar subjetivo han tocado fondo para demasiada gente.

Esa realidad se ha impuesto con toda su crudeza, pero el optimista no lo acepta. El optimista descarga su miedo y su furia bajo lemas absurdos, alejados de cualquier análisis, desvinculados de lo que sin duda serán sus consecuencias, convencido de su poder para cambiar la realidad a su antojo, para que los demás cambien, para que él pueda sentirse poderoso y justo.

 

Nada va a coincidir con los ideales- ni los de la democracia ni ningún otro-; nada ha coincidido nunca con un mundo ideado que se olvida totalmente de la realidad. 

El riesgo es el seguimiento que pueden tener esos optimitas entre todos aquellos desencantados- optimistas  reconvertidos en pesimistas- y convencidos bajo cualquier eslogan de que sí se puede. La imprecisión es el banderín de enganche. Nada de análisis, nada de previsiones de consecuencias, nada de asumir responsabilidades personales ni con respecto al pasado ni con respecto al futuro por el que se lucha. Lo de ellos es la fe en la catarsis que, llegado el caso, están convencidos de que seguirá a la destrucción.

 

Dice Jose Mª Ridao en su obra “La elección de la barbarie”(3):

La indefensión de nuestras sociedades ante las negaciones del presente realizadas desde la idealización del pasado resulta preocupante- basta contemplar el auge de los movimientos nacionalista-,…la indefensión frente a la utopía es aún mayor.

Hay un movimiento que este autor precisa: Se está produciendo una deslegitimación del Estado y la reducción de sus instituciones al precio de facilitar la victoria de la tribu sobre el ciudadano.

 

Algunos, nunca podremos dejar de ser pesimistas, aunque eso no nos lleve a renegar ni del conocimiento de la realidad ni de nuestra responsabilidad personal ante ella.

 

Mayo 2013

 

1)  Reflexiones sobre la violencia, Andrés Sorel, Alianza Editorial, Madrid 2005

2)  La sociedad de la decepción. Gilles Lipovetsky, Anagrama, Barcelona 2008

3)  La elección de la barbarie, Jose Mª Ridao, Kriterios TusQuets, Barcelona 2002

 

 

 

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